Desde muy pequeña he sido algo rebelde, no me gusta que me remen el bote, me gusta hacer las cosas a mi manera, sobretodo mis cosas. Esta rebeldía se ha manifestado durante toda mi vida, cuando mi padre no me dejaba salir me arrancaba o mi madre me retaba por alguna travesura, la volvía a hacer o la duplicaba. Ya más grande, adolescente, me resistía a ir a la iglesia, proveniente de una familia católica practicante, era un pecado mortal no hacerlo, pero algo en mi me impedía tener la fe que mis ancestros han profesado por siglos, he deseado que sea parte de mi, que me inunde, pero nunca me escuchó. De las mechas me llevaba mi mamá a escuchar sagradamente el sermón los días domingo, siendo ya una joven bastante corpulenta y grandota, me comía las uñas hasta que me sangraban para demostrar mi molestia. Esta situación me hacía sentir muy infeliz, mi único sentimiento ante esta imposición era pensar toda la semana qué hacer para poder impedirlo, no siempre me resultaron estas tretas.
Hasta que a los 16 años, sobrepasada por esta extraña forma de vida familiar, atenté contra mi vida, me sentía vacía, no lograba encontrar el sentido de mi paso por este mundo si todo lo que hacía era dirigido por ellos. Mi único pensamiento era desaparecer, dejar que mi familia siguiera tranquila con sus costumbres y no seguir siendo un estorbo. Fue en esa época que encontré en escribir un desahogo inmenso, el papel no me cuestionaba, no me obligaba a escribir lo que no quería, al contrario, me acogió, me acarició y me rogó que volcara mi mundo en él.
Afortunadamente, este evento desencadenó una seguidilla de reflexiones en mis padres, dentro de ellas me dejaron tranquila con el tema de la iglesia, me dejaron hablar de lo que me estaba pasando, se enriqueció bastante la comuniciación con ellos, por otro lado, fui llevada a un psiquiatra quien, a esa tan temprana edad, me diagnosticó depresión endógena. Desde ese momento y hasta hace unos 10 años atrás, viví en torno al diván de mi psiquiatra y a mis píldoras (una para dormir, otra para despertar, otra para no andar tan ansiosa, otra para estar más atenta, otra para los impulsos, otra para compensar el litio en mi cuerpo). A partir de ese día, he tenido que luchar siempre contra este impulso que casi no se puede frenar, he trabajado en ello. Este pensamiento es permanente, recurrente, nunca me ha abandonado, pero he podido controlarlo, he aprendido a vivir con él. Algunas veces me persigue insistentemente, me abraza, me seduce. Debo hacer grandiosos esfuerzos para expulsarlo, le suplico que me abandone que no me persiga más, pero siempre vuelve, siempre está dentro de mi, como un bandido, al acecho.
Ahora, al dar la vuelta en la esquina de la vida, he podido convivir en paz con él. Sigo pensando que es una solución digna, sigo sintiendo el impulso, lo único que ha cambiado es que pienso un poco en los otros, en los que me rodean, en los que pueden salir dañados si me pasara algo.